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La pequeña iglesia, al otro lado de la calle, está vacía ahora. Su imponente portón de madera tiene una mancha oscura, adornada de pequeños medallones de latón con escudos de armas, portando la majestuosa Corona de España. Debajo dos más, uno con el Sagrado Corazón de Jesús, el otro una cruz con dos escalas laterales ascendiendo hacia el travesaño. Sobre el portón una vidriera representando la Virgen sosteniendo el cuerpo inerte de Jesús en su regazo.
La cruz de hierro, que marcaba el lugar donde fueron sepultadas decenas de miles de almas en la plaga de 1649, fue retirada y en su lugar, construida la iglesia . En su cúspide, una campana, silenciosa, preside la calle desde su pequeño balcón con barandilla de hierro forjado.
Sentado en la cafetería del Hotel Adriano, contemplo el campanario. Las paredes de estuco de la Iglesia del Baratillo están pintadas en beige, con anchos bordes en granate. Hay un local vacío a la izquierda y un edifício de apartamentos a la derecha, ambos, pared con pared con la iglesia. Es una mañana diferente a la mayoría de las mañanas andaluzas. Una neblina gris plateada que deja ver el vaho con cada exhalación. Esto nunca sucede aquí. Las tiendas están abiertas y también la puerta del número 15, donde ella solía vivir.
Lo encontré en el suelo de la escalera llorando, vestido aún. Se había orinado, ensuciando su mejor traje, apestando a whisky y orines. El cura me llamó porque yo era el último amigo que le quedaba al guiri . El "americano loco" había estado aporreando las puertas de la iglesia toda la noche. Le pidió que se fuera a casa, que Estrella se había ido. Los golpes cesaron por un rato, pero comenzaron de nuevo, una y otra vez. Al final, el Padre, "Dios lo perdone", perdió la paciencia y le dió un puñetazo, a mi amigo, derribándolo y mandándolo suelo. Debió arrastrar la borrachera hasta la escalera y allí desmayarse.
Fui yo quien los presentó y ésta es la penitencia. Sabía que ella era ordinaria y vulgar, en nada parecida a las elegantes y distinguidas chicas españolas de Sevilla, con las que él no quería tener nada. Decía que Estrella le recordaba a las mujeres de su tierra natal. Recuerdo pensar que no es de extrañar que Estados Unidos esté en tal declive. Las mujeres crían a los hijos y mantienen la moral. A nosotros, los hombres, nos gusta pensar que también lo hacemos, pero no es así. Los hombres creamos y destruimos. Era fácil ver lo que el americano veía en Estrella. La mitad de Sevilla había querido follarse a Estrella, probablemene hasta el cura, mientras escuchaba confesiones.
Tuve que llevarlo a casa. Ningún taxi lo haría, empapado como estaba y apestando a orina. Así que lo dejé gimiendo en el suelo de la escalera y fui a la iglesia, justo al lado. Tres fuertes puñetazos a la puerta que resonaron más allá de las bancas, hasta el altar y llegaron a los oídos del sacerdote. Un pequeño panel en el lado izquierdo de uno de los portones se entreabrió, la corta figura oscura del Padre apareció en pijama blanco.
"Por favor, Padre. El gringo se ha ensuciado. ¿Tiene algo que ponerle para llevarlo a casa?"
"Entonces, está bien, ¿verdad?"
"Lo estará, creo."
"Tengo una túnica vieja "
Hice ademán de entrar pero noté la mano del Padre en mi pecho.
"Espera aquí."
El padre regresó con un fardo marrón y raído. Hizo la señal de la cruz frente a mi cara, me entregó la túnica y cerró la puerta. El sonido resonó en la oscuridad de la calle. Cuando regresé a la escalera, encontré al americano roncando estrepitosamente . Lo zarandeé pero no se despertó. Le quité el abrigo y la camisa, pero cuando intenté quitarle los pantalones sucios, se revolvió entre golpes y maldiciones. No me reconoció.
"Es igual que antes!" Su voz resonó en la escalera.
"Cálmate. Tranquilo, amigo."
"Siempre se van", murmuró.
"¡Cállate ahora! Te llevo a casa."
"Casa."
"A casa, amigo."
"¿Dónde está Estrella? ¿Dónde está?"
"Se fue, amigo."
"¿Se fue?"
"Se fue."
Comenzó a llorar. A llorar como un niño. Hice lo posible por calmarlo para que nadie llamara a la policía. Le quité el resto de la ropa sin resistencia, que amontoné en una esquina de la escalera. Un montón repugnante. Le ayudé a levantarse. Estaba desnudo, excepto por los zapatos y calcetines, llorando bajo la tenue luz de la escalera. Desenrollé la túnica y se la puse. Era franciscana. Se apoyó en mí y lo rodeé con el brazo, salimos a la Calle Adriano y giramos a la derecha, Cuando pasábamos por la iglesia, trastabilló hacia la puerta.
"Vamos", le dije. tirando de él, camino de la Catedral, hacia mi apartamento. No habría taxis a estas horas, pero tampoco policía. Iba tropezando y murmurando algo una y otra vez en voz baja que no entendía. Hacía frío y me alegré de que ya no estuviera agitándose. El paseo hasta mi casa es agradable y lleva unos diez minutos, . pero con él medio adormilado, tambaleándose y yo llevando la mayor parte de su peso, tardamos el doble. Me alivió que estuviera tranquilo y nadie nos viera. Hubiéramos sido todo un espectáculo, un español y un monje franciscano, americano, borracho, del brazo.
Lo apoyé contra la pared fuera de la puerta de mi apartamento y saqué la llave de mi bolsillo. Estaba sudando y jadeando. Se tambaleó, lo enderecé solo apoyando mi dedo índice contra su pecho, haciéndolo retroceder. Sonrió. Lo metí en casa y lo tumbé en el sofá. Estaba tranquilo, por alguna extraña razón, la bata le sentaba bien. No me había dado cuenta de lo cansado que estaba. Desde luego, nunca antes había arrastrado a nadie durante veinte minutos. El apartamento era un estudio de una sola habitación con un sofá, mesa y sillas, la cama y un pequeño baño. Me serví un doble de whisky con hielo y acerqué una silla al sofá. Encendí un cigarrillo. Probé mi whisky. Sentí su calidez bajando por la garganta, calentándome el pecho. El cigarrillo sabía especialmente bien. Había dejado de fumar durante dos meses, pero esta noche rompía la abstinencia.
La habitación se llenó de humo.
Ella ambicionaba ser una bailarina famosa de flamenco. Me lo contó una noche. Embarazada a los catorce años y obligada a renunciar al bebé, se fue de casa. Incluso entonces, su atractivo era evidente. Atraía a todos, chicos y grandes.
Yo nunca la saboreé
Roncaba fuerte. Le golpeé en la cabeza con una almohada y parece que detuvo el estruendo. Tenía que ir a trabajar por la mañana. Apuré el whisky, dí una última y larga calada al cigarrillo y lo apagué. Me desnudé y me metí en la cama. Los ronquidos volvieron. Por la mañana había desaparecido. También se había ido la botella de whisky.
Tres días después, alguien llamó a la puerta. Mi amigo, el americano, con el mismo traje límpio y planchado. La túnica franciscana en su brazo y el ojo derecho entre morado y negro.
"¿La has visto?"
"¿No hay un "hola"? ¿No hay un " gracias por salvar mi culo borracho" ?"
"Sí, por supuesto. Lo siento Federico. Gracias por cuidar de mí." Me entregó la túnica.
"Ven. Siéntate."
Nos sentamos en el sofá desgastado de cuero negro, uno al lado del otro.
"¿La has visto?" me preguntó de nuevo. "No la encuentro por ningún lado."
"¿Has probado en el club?"
"Sí. Nadie la ha visto. Me dijeron que no volverá nunca"
"¿Qué hiciste?"
"No lo recuerdo."
"Yo tampoco he sabido nada de ella."
Hubo un largo silencio entre nosotros, Parecía estar considerando lo que acababa de decir. Por supuesto que estaba diciendo la verdad, pero esto formaba parte del efecto que Estrella tenía en los hombres.
"Si me contacta o la veo, te lo haré saber, amigo. ¿Has hablado con el Padre?"
"Dios, no. ¿Cómo puedo enfrentarlo?"
"No lo sé."
"¿Le devolverás la túnica por mí?"
"Por supuesto. ¿Qué recuerdas de esa noche?"
"No mucho, excepto cuando el cura me golpeó en la cara." buscándose con la mano la mejilla hinchada. "Supongo que estaba en racha, cabreando a un cura de esa manera.". Nos miramos y nos reímos a carcajadas durante mucho tiempo "Maldición, que si lo estabas." Dije cuando la risa se apagó. Un silencio solemne nos invadió. Luego, el dolor de perderla nuevamente retorció el rostro de mi amigo, el americano "Olvídalo", dijo, "yo mismo le devolveré la túnica al Padre".
Se levantó, me estrechó la mano y cogió la túnica. Le acompañé hasta la puerta. En el umbral se volvió y dijo: "Fuiste un buen amigo". Lo ví salir a la calle y cerré la puerta.
Justo después de las once, recibí un mensaje de texto de Estrella diciéndome que iba a regresar, pidiéndome que no se lo dijera a nadie.
Por supuesto, llamé a mi amigo, el americano, pero fue directo al buzón de voz. Fui a su casa pero no estaba. En uno de sus lugares habituales, el Bar Reffaeli, tampoco estaba. Me dijeron que no lo habían visto en toda la noche. Decidí acercarme al pub irlandés, en la calle Adriano. El local estaba lleno. Extranjeros, en su mayoría. Fuí a la barra y pregunté a la camarera, una sueca alta y delgada, si había visto a mi amigo.
"Estuvo aquí un rato, bebiendo demasiado. Ya sabes, como siempre hace".
"Gracias."
Salí. No tenía ningún otro lugar donde buscar, pero aparecería mañana. Al estar ya tan lejos, decidí pasar por casa de un amigo, al otro lado del río, así que me dirigí hacia el Puente de Triana. Era una noche fría y clara, las estrellas y la luna nunca se habían visto más espectaculares y brillantes. A medio camino, cruzando el puente, me detuve a mirar río abajo, hacia la orilla y las luces de Sevilla. La belleza de esta ciudad que tanto amo. Disfrutando su paz cuando la mayoría ha vuelto a sus hogares .
De repente, el tañer de una campana rompió el silencio
"¿Qué demonios?"
Sonaba como si viniera de la Iglesia del Baratillo. ¿Por qué suena una campanas casi a medianoche? Crucé el puente casi de un salto y noté como el sonido se iba suavizando. Bajé por la calle Bétis, corríendo hacia la calle Adriano. El tañido iba apagándose cada vez más. Crucé la calle y pasé corriendo frente al pub irlandés, hacia Adriano, acercándome a la iglesia. El sonido de la campana se detuvo cuando alcancé la calle desierta. Llegué a la iglesia, pero no había nadie alrededor. Levanté la vista .
Hasta el día en que muera nunca olvidaré lo que ví. Mi amigo, el americano, vestido con la túnica franciscana. Se había atado un lazo alrededor del cuello con la cuerda de la campana. Había saltado sobre la barandilla de hierro. Colgaba inerte balanceándose suavemente en la parte superior de los portones, lejos de mi alcance.
Me quedé allí mirando, hasta que el repicar de la campana enmudeció.
Soplaba un viento frío. Las olas chocaban. Una niebla blanca envolvía la costa. Cristobal caminaba llevando a su nieto, Anxo. Seguían el sendero desgastado desde el pueblo hasta el borde de la montaña. Sentían el frío húmedo en sus rostros. Apretaba al niño y avanzaba con cuidado.
Nombrado en honor a San Cristóbal, nació en Asturias, España. Todo lo que tenía en la vida se lo debía al mar. Aprendió de su padre a pescar, a navegar, a comprender cómo las mareas se relacionaban con la pesca y a reconocer una tormenta que se avecina.
Arriba, la luz del sol, filtrada por una neblina grisácea a través de las densas nubes, oscurecía el agua. El viento empujaba las gigantescas olas hacia la orilla, pinchando sus mejillas. En el borde de la montaña, divisó un gran grupo de gaviotas apiñadas en el suelo, enfrentándose a la tormenta.
Anxo señaló las olas y miró a su abuelo. "Sí, Anxo, estas son algunas de las olas más grandes que he visto y las estamos viendo juntos." Balanceó al niño en sus brazos. Anxo se rió.
Ambos observaron cómo las olas se rompían contra las rocas. Una ola salpicó agua hasta la cima del acantilado y Anxo gritó de alegría. Cristobal apretó con fuerza al niño en sus brazos.
Siguió el camino de piedra y hierba bajando por el acantilado hasta una ensenada. Vio arena blanca y seca junto a la base del acantilado y arena mojada de color marrón oscuro donde las olas retrocedían. La marea alta había pasado, así que descendieron por las rocas hasta la playa. Desde allí, pudo ver lo grandes que eran las olas. Más de diez veces más altas que un hombre. Sintió la arena seca bajo sus zapatos y caminó fácilmente hacia el centro de la pequeña playa. Se quedó de pie sosteniendo a Anxo con la espalda contra el acantilado.
"¿Qué opinas de eso, Anxo? Magnífico, ¿verdad?" Anxo extendió su pequeño brazo y señaló con su diminuto dedo, otra vez. Sí, pensó, serás un marinero y pescador excelente, o tal vez el capitán de un barco mercante, como todos nuestros antepasados antes que tú.
Un torrente frío de agua empapó sus zapatos. Cristobal sintió los latidos de su corazón. Anxo, sintiendo que algo iba mal, se aferró a su abuelo. Intentó correr, pero sus pies se hundieron en la arena mojada. Con toda su fuerza, se aferró al niño y le dio la espalda. La ola los estrelló contra la pared del acantilado y los arrastró mar adentro.
El agua llenando sus pulmones lo devolvió a la conciencia. ¿Había soltado al niño? Forcejeó y giró en círculos buscando a su nieto; sus gritos ahogados por el sonido de las olas. El terror golpeó al anciano cuando sintió que las olas lo arrastraban mar adentro. Temiendo por su propia vida, pateó y nadó, logrando apenas volver a la playa.
Sin aliento, se arrodilló en la arena. Cristobal gritó el nombre de Anxo, pero solo pudo oir el sonido del mar
J. Royal Doran
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